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El que desprecia demasiado, se hace digno de su propio desprecio. Esa actitud constante de mirar con desdén y soberbia, termina por atraparle en su propia trampa, consumiendo a quien lo emite y volviéndolo frío, vacío y solitario. La arrogancia con la que juzga a los demás se convierte en un espejo implacable que tarde o temprano le devuelve su imagen distorsionada y carente de valor. Quien devalúa y menosprecia demasiado, termina convirtiéndose en alguien indigno de respeto, sumido en el mismo desprecio que tanto sembró.